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Los medios y la grieta – Por: Fernán Saguier

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DANIEL SALMORAL.- ¿Es deber del periodismo contribuir a cerrar la grieta? ¿Cuál es el papel que le cabe a la prensa en esta atmósfera de polarización y fanatismo? Tales preguntas sirvieron de disparadores en un debate virtual días pasados entre colegas y dirigentes políticos. Vivimos un clima irrespirable, que lo tiñe todo, comentó un interlocutor afligido.

Acaso convenga empezar por lo básico. La función de los medios es narrar los hechos e interpretar lo que sucede. Informar y opinar, abrir el debate. No son un actor político, sino un relator de lo que acontece. Un mensajero que explica, desde el lugar de observador imparcial, la realidad tal cual se presenta a sus ojos.

En esta Argentina de antagonismos y pasiones, a la prensa le cabe registrar, como en todo tiempo -unos más calmos, otros más agitados-, las voces que se hacen oír en el ámbito nacional. La responsabilidad por la forma y las razones de esas voces les pertenece a sus autores.

La llamada grieta es producto del calor que tomaron conflictos políticos y sociales que, en vez de resolverse con el tiempo, se agravaron por la magnitud de las transgresiones institucionales introducidas contra el pacto esencial de la República, que es la Constitución nacional.

Los medios no la inventaron ni la niegan: la exponen tal cual es. Desmontarla constituye responsabilidad de la dirigencia política. Los medios no son promotores de esa suma de conflictos, por más que haya comunicadores que tomen partido como militantes a cara descubierta.

Hay quienes sitúan el nacimiento de la grieta allá por 2008, con el conflicto desatado con el campo durante el segundo gobierno kirchnerista, a raíz de la resolución 125, que intentó aumentar las retenciones a la producción agrícola.

Imposible olvidar cuando desde los púlpitos del poder se llamó «grupos de tareas» -como si fueran células militares en acción de guerra interna- a simples chacareros y se lanzó aquella frase incendiaria de los «piquetes de la abundancia» en referencia a la protesta campesina a la vera de las rutas. De ahí a asociar a la prensa con la revuelta rural, cuya extraordinaria cobertura periodística resultó acorde con la convulsión que se vivió en cada pueblo del interior, no hubo más que un paso. Ni vuelta atrás.

Por desconocimiento o mala fe, al periodismo crítico a menudo se busca desacreditarlo confundiéndolo con la oposición. La oxidada artimaña de sentar al intermediario de un lado de la vereda, o de culparlo por la realidad, cuando esta viene complicada, como ocurre últimamente.

Ejercer la crítica, denunciar actitudes que se consideren equivocadas o peligrosas, mantener una lupa rigurosa sobre las acciones y los discursos públicos no es fomentar la grieta. Por lo contrario, es propio de la praxis periodística. Lo enseña cualquier manual elemental de periodismo de una facultad seria, porque, cabe aclararlo, también hay de las otras, que anteponen la ideología facciosa sobre la fuerza de la verdad.

No faltan los funcionarios que atribuyen a los medios el origen de los banderazos, por el solo hecho de dar cuenta de sus convocatorias, casi siempre impulsadas inorgánicamente desde las redes sociales, así como por informar sobre la respuesta generalizada y dispersa en tantas ciudades del país. El propio Presidente ha atribuido a los comunicadores ser funcionales a la grieta. Fue más lejos hace semanas, al declararse víctima de «ametrallamiento mediático». Los medios «maltratan a la democracia», llegó a decir.

La verdad incomoda, esa es la única verdad. Y es inocultable, guste o no. Observemos una vez más el cuadro más riguroso de actualidad: entre la pandemia, la crisis económica, las tomas de tierras y el avance oficial sobre la Justicia, la agenda diaria depara una sucesión de agravios que quedan asentados en esos verdaderos libros de actas que son las portadas de los diarios.

Un funcionario supo poner en palabras ante este cronista, hace semanas, lo que significa la batalla por la conversación pública: «Lo peor de los diarios es que salen todos los días», dijo sin intención de ofender.

Levantemos la vista, porque hay ejemplos dignos de tomar en cuenta. ¿Cómo han reaccionado The New York Times y The Washington Post, los dos grandes diarios norteamericanos, a la metralla diaria de Donald Trump, que desde hace tres años los acusa de «enemigos del pueblo», entre otras barbaridades? Elevando aún más la calidad de su trabajo, el Times acaba de sacudir a la opinión pública norteamericana al publicar una exhaustiva investigación, que le tomó casi cuatro años, sobre la exigua cifra de pago de impuestos del presidente desde el año 2000 hasta sus dos primeros años en la Casa Blanca.

Tras chequearlas debidamente, el Post desnudó nada menos que 22.000 falsedades dichas por quien ocupa el Salón Oval. Pedirles a esos diarios que cierren la grieta que también hay en la política norteamericana sería una ingenuidad. O, como dijo un colega, una sencilla estupidez. En la era digital muchas cosas están cambiando, pero ciertos principios son de acero.

Los lectores esperan que la prensa fiscalice al poder y busque afanosamente la verdad. Cumplir fielmente y sin desistir de ese cometido es lo que salvará al periodismo de calidad en este nuevo ecosistema de competencia infinita. Tanto el Times como el Post lo comprueban a diario, recompensados por el notable crecimiento de sus suscriptores digitales, que son el presente y el futuro de la industria gráfica.

Entonces, desde los medios ¿no hay nada que se pueda hacer?, inquirió un participante del debate virtual con el que abrimos este comentario.

Claro que sí. Como grandes formadores de opinión, los medios no deben renunciar jamás a la prédica en favor del diálogo, la negociación, los acuerdos y la búsqueda de consensos en un contexto de concordia política. También les corresponde opinar con firmeza, especialmente cuando hay ejercicio autoritario del poder, pero sin perder un tono de respeto y moderación. Los lectores valoran tanto el fondo como las formas de las prácticas periodísticas.

Otro aporte imprescindible consiste en difundir opiniones con las que no se esté de acuerdo. Esto es, que el lector encuentre en los medios no solo aquello con lo que coincide. Combatir lo que se ha dado por llamar cámara de eco o sesgo de confirmación. En buen romance, ejercer el pluralismo, lo que en estos tiempos digitales suele despertar tormentas de intolerancia.

Si no que lo explique James Bennet, exeditor de Opinión del Times, que renunció este año ante el aluvión de quejas que generó la publicación de una columna firmada por el senador conservador Tom Cotton. Este pedía, con su firma, sin comprometer en lo más mínimo al diario, que interviniera la Guardia Nacional en las revueltas callejeras provocadas por el asesinato del afroamericano George Floyd a manos de un policía blanco. No hubo caso. La histeria virtual pudo más y el diario de mayor influencia mundial, de reconocido prestigio por la diversidad de sus opiniones, le soltó la mano, en una decisión que asombró a la comunidad periodística.

También está dentro de nuestras posibilidades hacer docencia con aquellas enseñanzas que devuelven armonía y madurez política, y no son difíciles de encarar. ¿Cómo no haber señalado, por su extraordinaria relevancia como gesto democrático, el caso de la dirigencia uruguaya, cuyo último capítulo conmovió tanto a la región con el abrazo de los expresidentes Julio María Sanguinetti y Pepe Mujica, otrora enfrentados, al despedirse de sus bancas en el Senado? El lector está desesperado por muestras de sensatez, aunque también existen las «minorías intensas», según la definición de Andrés Malamud, decididas a seguir cavando la fosa. Los liderazgos deben hacerse cargo de ellas, no el periodismo.

Podemos hacer más. Descubrir caras nuevas, darles visibilidad a figuras prometedoras, poco conocidas o sin tanto recorrido, pero de palabra mansa y mano tendida, de talento incipiente, desprovistas de rencores que vienen de lejos y a los que nuestro universo nos ha malacostumbrado.

Para terminar. Abogar, una y otra vez, repitiéndolo hasta el cansancio, por los pilares que forjaron el sólido andamiaje institucional de las grandes democracias occidentales: la búsqueda irrenunciable de un contexto de entendimiento y reconciliación, el combate de la corrupción en los asuntos públicos, la lucha en defensa de la división de poderes, la independencia de la Justicia y la afirmación de la libertad de expresión como baluartes del sistema republicano.

En definitiva, ¿qué es la grieta si no la incapacidad de dialogar, la descalificación y negación del adversario, la soberbia de que aquel que piensa distinto no tendrá nada nunca que aportar o la política del hecho consumado, que abre heridas que demanda años restañar?

La peor grieta es el abismo entre democracia y autoritarismo, entre pluralismo e intolerancia, entre paz y violencia política. La superación de tantos desencuentros y conflictos es una asignatura común. Sin embargo, los medios no tienen la solución ni el remedio. Solo pueden darles la bienvenida cuando la política los encuentre y estimularla a que se logre ese éxito de una buena vez.

Fuente: La Nación