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Segunda primavera albertista – Por: Jorge Asís

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DANIEL SALMORAL.- La segunda primavera «albertista» arranca en Bolivia el 18 de octubre con el triunfo de Evo Morales. Se consolida el 26 de octubre con «la carta de la doctora». La plenitud de la primavera se alcanza el sábado 7 de noviembre. Es con la derrota de Donald Trump en Estados Unidos.

De Arce a Biden

Luis Arce, el provisorio mascarón de Evo Morales, «el aymara», perfora el «aislamiento regional» de Alberto Fernández, el poeta impopular. Apenas 20 días después, Joseph Biden, «el abuelo dulce», emerge como el demócrata correcto que perfora la patológica supremacía blanca que encarna Trump, «the fire dog».

Estadista imantado. Trump atraía a presidentes latinoamericanos precipitados para sobarle las medias y dramatizar el aislamiento de Fernández. Pero pese al sentido inoportuno de la historia, Fernández resulta finalmente afortunado. Impugnó la estrategia de Trump en el BID. Trump envolvió el banco en papel celofán para entregarlo a Clavier Carone, «el cubanito». Alberto se atrevió a la demencial utopía de postular a Gustavo Béliz, «zapatitos blancos». Planteó con perversidad la postergación de la elección del BID. Especulaba con el triunfo del «abuelo dulce». Epílogo: Alberto no pudo evitar la nominación de Clavier Carone. Pero puede celebrar el negacionismo de Trump.

Como mantiene la fanfarria del ganador compulsivo, Trump se resiste a aceptar el error de la derrota. El papelón de Trump reproduce otro desaire para Jair Bolsonaro, «el trumpcito». Solía vanagloriarse -Bolsonaro- por ser el principal aliado de Trump, mientras destina los mejores agravios hacia Alberto.

La peste catapultó como estadista (transitorio) a Alberto. Pero por la peste se pudo perforar la hegemonía económica de Trump.

El pobre Donald se desvaneció paulatinamente entre los pliegues de la fanfarronería, la ignorancia y el ridículo. Los aliados hoy retroceden en ojotas mientras Emmanuel Macron, al mejor estilo Alberto, muestra músculos. Y Alberto se atreve a los excesos cinematográficos de la ostentación. Pasa la factura del apoyo político al perseguido Evo, en una muestra magnífica de autobombo prescindible. Acompaña a Evo desde La Quiaca a Villazón, como en el canto de Los Fronterizos. Junto al conductor Eduardo Valdez, «el puf». Y el canciller Felipe, máximo «cuadro del felipismo».

La carta de «la doctora»

Las artificiales primaveras confirman a Alberto como un trovador con suerte. Primero por sacarse la sortija de la presidencia, que «la doctora» distribuía selectivamente. Desde que «la doctora» le entregó la sortija de la presidencia a Alberto, opositores voluntaristas, junto a columnistas agrietados, claman por la traición indispensable. Con un entusiasmo que se debe perdonar. Derivaciones de la santa inocencia.

Entre el triunfo inaugural de Arce, y la derrota de Trump, durante la segunda primavera albertista transcurre la carta de «la doctora». Aquí la ceguera obsesiva facilita otra vez la confusión. Toman la carta como una diferenciación. Cuando es, en realidad, el penúltimo intento de salvación de Alberto. Es el mensaje para el jefe de Gabinete: «A gobernar que se acaba el mundo». Se temía que «la doctora» fuera a reaparecer con el delirio bolivariano pero sorprendió con la propuesta más inofensiva. Dispuesta al ejercicio retardatario del diálogo. Hasta, incluso, con los medios. Al divulgarse el 26 de octubre la carta, el dólar cotizaba a $195. Un contexto ideal para cantar el tango «Chau, no va más». O «Desencuentro», en versión de Roberto Goyeneche. «Estás desorientado y no sabés…».

Pero el 6 de noviembre el dólar ya podía conseguirse por $156. A 195 estaba en la puerta del infortunio colectivo. Con 40 pesos menos, por cada verde, se reproduce la sensación de desentumecimiento. Cambia, para colmo, la agenda de la peste.

Por la peste, Alberto pudo disfrutar la primavera de las encuestas. La primera. Al cargarse el país al hombro, con los soliloquios junto a los «tres tenores». Horacio Rodríguez Larreta, «geniol»; y Axel Kicillof, «el gótico». La breve primavera de las encuestas fue sucedida por el invierno mortuorio. Por pudor y vergenza, acabaron con los recitales colectivos de los «tres tenores». Los muertos dejaban de ser imaginarios, como sostenía el cronista, y se contabilizaban de a miles. En la segunda primavera, por la carta de «la doctora», fue Alberto quien tomó el timón y cambió la agenda. Pasó prematuramente a la ofensiva con la irrupción, para diciembre, de la vacuna rusa. Para entrar en el juego protagónico de la competencia entre los laboratorios. Lobbies en acción. La peste deja de ser un terrible drama sanitario para convertirse en un dilema geopolítico. Justo cuando los detractores comienzan a pinchar el globo de la vacuna, y entran a confrontar los lobbies, Alberto se contacta con Putin. Mantiene una inexplotada conversación que ni sabe difundir. Porque no sabe, tampoco, qué decirle, ni cómo pagarle. Tampoco sabe a quién hacerle caso. Si a HLB, que le pone tanta garra y los lleva de paseo científico a Moscú. O a Astrazeneca, a Pfizer, a los chinos. La desazón es compartida, como los avances y los retrocesos, con Ginés, Fábulo y con Valdez.

Pero la desazón se quiebra con la noticia más estimulante. Es el «abuelo dulce» que expulsa de la política a «the fire dog». Aunque a los efectos prácticos representen, en la práctica, Biden y Trump, lo mismo. Y la primavera, invariablemente, pronto se acabe. Y arribe diciembre, siempre cruel.

Fuente: El Tribuno