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El regreso de los juicios populares – Por: Joaquín Morales Solá

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No tienen el aspecto caricaturesco de los juicios populares de Hebe de Bonafini. Tampoco están rodeados de numerosos fanáticos dispuestos a agraviar en nombre de una idea. Y no carecen de profesionales del derecho sentados en el estrado del tribunal como sucedió en los juicios populares de Plaza de Mayo. Pero los juicios éticos anunciados contra jueces, fiscales y periodistas por un grupo de juristas argentinos y del exterior no son menos peligrosos ni más humanos. Son, simplemente, una grave parodia de los juicios estalinistas destinados a difamar a las personas. Un tribunal autodesignado, que no está inscripto en ninguna Constitución (mucho menos en la Constitución argentina). Los supuestos jueces de ese tribunal son, a la vez, abogados defensores de los dirigentes políticos acusados o presos por corrupción, que se convirtieron de pronto en jueces de los jueces que investigan a sus defendidos. Asombrosa instancia judicial.

El anuncio del juicio ético fue hecho por el abogado argentino Eduardo Barcesat, que tiene (o tuvo) una fuerte vinculación con el Partido Comunista local. Es conocida su simpatía hacia Cristina Kirchner y es también abogado defensor del empresario Gerardo Ferreyra, uno de los dueños de Electroingeniería, empresa que pasó en una década de ser una pyme de Córdoba a una de las más grandes corporaciones argentinas. La causa de los cuadernos decapitó a esa empresa, porque terminaron presos tanto Ferreyra como su socio, Osvaldo Acosta. El juez Claudio Bonadio y el fiscal Carlos Stornelli, juez y fiscal de esa causa, serán algunos de los funcionarios judiciales juzgados por el tribunal que presidirá Barcesat, que tiene sede en Madrid.

Los periodistas cuyos nombres adelantó el presidente de ese increíble tribunal son los de Daniel Santoro, Jorge Lanata y Luis Majul. Voceros cercanos a ese engendro jurídico señalaron que se agregarán más nombres de jueces, fiscales y periodistas.

No se explicó nunca por qué la sede está en Madrid cuando se juzgarán los casos de Cristina Kirchner, Lula da Silva, Dilma Rousseff y Rafael Correa, entre otros latinoamericanos, estos, desde ya, como víctimas. Los periodistas y jueces que serán juzgados en su condición de culpables son también, hasta donde se sabe, de América Latina. Es probable que estén evitando cometer un delito en la Argentina, por ejemplo, donde la Constitución no prevé tribunales especiales para juzgar la ética de nadie. El principal delito por el que se juzgará a jueces, fiscales y periodistas es el de haber practicado el lawfare, una especie de guerra judicial que supuestamente descerrajan sectores del Poder Judicial en complicidad con medios periodísticos para condenar por hechos de corrupción a dirigentes políticos progresistas. Es decir, a Cristina, a Lula y a Correa.

Nunca se explicó tampoco por qué en esa lista no están los expresidentes de Perú, casi todos presos; hay uno, Alan García, que se suicidó en abril pasado, minutos antes de ser encarcelado. Los expresidentes peruanos y Correa están siendo juzgados por el mismo delito: haber cobrado sobornos de la constructora brasileña Odebrecht para que esta empresa recibiera multimillonarios contratos de obras públicas. Los peruanos, de centroderecha, son culpables; Correa, de centroizquierda, es inocente. Este es el mejor ejemplo de que el lawfare es solo un pretexto ideológico. Incluso, cuando el papa Francisco se refirió al lawfare lo hizo aludiendo exclusivamente al caso de Lula, que fue apartado de la carrera presidencial (era quien tenía la mayor intención de votos) y puesto preso por un juez que terminó siendo ministro de Justicia del candidato que ganó, Bolsonaro, un acérrimo opositor de Lula. Una paradoja: en la Argentina, Bonadio es el único juez realmente amigo del papa Francisco desde hace 30 años.

En la Argentina existe el Estado de Derecho, aun cuando los jueces se equivocan. Una de las decisiones judiciales más cuestionadas, no sin razón, es la de la prisión preventiva, porque puede ser en los hechos una condena anticipada. Los jueces son los únicos argentinos con facultad para privar de la libertad a las personas. Ni el Poder Ejecutivo ni el Legislativo pueden, felizmente, negarle la libertad a nadie. Esa responsabilidad enorme que recae en los jueces debe ser administrada en dosis debidamente explicadas. De todos modos, existe en el fuero penal la segunda instancia, la Cámara Federal Penal, y también la tercera instancia, la Cámara de Casación. Siempre quedará, además, el recurso extraordinario ante la Corte Suprema de Justicia si se argumentara que en el proceso fueron violadas las garantías constitucionales. Y, en el caso de que se comprobara que se vulneraron los derechos humanos, queda el recurso ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, que tiene jerarquía constitucional y su jurisdicción está por encima de la Corte Suprema. Enrique Petracchi, un exjuez de la Corte Suprema que murió hace poco, decía que la Corte Suprema es un tribunal constitucional porque la última instancia en materia de derechos humanos es la Corte Interamericana.

¿El tribunal de Barcesat cuenta con el acuerdo de Alberto Fernández? No. Ante una consulta de LA NACION, el Presidente respondió con una frase corta y seca: «Es obvio que no comparto nada de eso».

Funcionarios cercanos al jefe del Estado abundaron en los argumentos: «El Presidente está en desacuerdo con decisiones puntuales de la Justicia y hasta cree necesaria una reforma judicial, pero para él todo debe hacerse dentro de las instituciones de la Constitución. No puede estar de acuerdo con tribunales especiales, ni aquí ni en ninguna parte». Incluso, el jueves pasado enmendó a su ministro del Interior, Eduardo de Pedro, porque este volvió a hablar de «presos políticos» en el país luego de que el Presidente descartara su existencia. «En la Argentina existen detenciones arbitrarias, no presos políticos. Presos políticos eran las personas puestas a disposición del Poder Ejecutivo en tiempos de la dictadura», le explicó a su ministro. «No quiero ser un presidente de un país con presos políticos», suele repetir Alberto Fernández. Su razonamiento es comprensible. Si hay presos políticos, los hay en el país presidido por él.

El Presidente suele precisar que está en desacuerdo con las prisiones preventivas, pero que no está en condiciones de evaluar los procesos judiciales que se llevan a cabo.

El tribunal de ética está integrado, además de por Barcesat, por dos miembros del equipo defensor de Julian Assange, convertido en un semidiós del progresismo mundial: la abogada guatemalteca Renata Ávila (que acaba de pedir impunemente la destitución del presidente chileno, Sebastián Piñera) y el abogado francés William Bourdon. También forma parte la abogada alemana Herta Däubler-Gmelin, que fue ministra de Justicia de Alemania en los primeros años de este siglo, durante el gobierno del socialdemócrata Gerhard Schröder. La exministra comparó al expresidente norteamericano George W. Bush con Hitler. Semejante declaración la eyectó del cargo en el acto. El tribunal de Barcesat asegura que la alemana Däubler representa a las Naciones Unidas en esa parodia. Ninguna agencia de la ONU confirmó tal aseveración, temeraria porque colocaría a la más importante organización internacional en cualquier parte y acompañando cualquier propósito. Otra integrante del tribunal es una de las abogadas defensoras de Lula, Valeska Teixeira.

Pero el actor protagónico de ese burdo teatro es el exjuez español Baltasar Garzón, que fue expulsado del Poder Judicial de España cuando se comprobó que había ordenado escuchas telefónicas para grabar las conversaciones de los abogados defensores con las personas que él acusaba por delitos de corrupción. La privacidad de las conversaciones de las personas investigadas por un juez con sus abogados defensores es una cuestión sagrada en un Estado de Derecho. Garzón, exfuncionario del gobierno de Cristina, profanó ese principio. ¿No fue esa decisión de Garzón un caso de lawfare? ¿No vulneró, acaso, el derecho a la defensa y, al mismo tiempo, el derecho a no declarar contra sí mismo? ¿Qué habría sucedido aquí si algo parecido hubiera hecho el juez Bonadio, por ejemplo?

Ellos serán los jueces de los tribunales éticos, cuyas conclusiones (que son perfectamente previsibles) se conocerán en noviembre en Madrid, aunque no podrán aplicar ninguna pena. No deja de ser extravagante un tribunal incapacitado de hacer cumplir una sentencia. ¿Habrá solo condenas morales? Todo será simbólico. O no tan simbólico: el escrache, ese método inaugurado por el fascismo y continuado luego por el nazismo, será entonces ya un hecho consumado.

Fuente: La Nación