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Los cruces furiosos del poder, y la vigencia de Platero y yo – Por: Miguel Wiñazki

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DANIEL SALMORAL.- Fue muy ingeniosa la vicepresidente al incorporar la zoología política para embadurnar a su enemigo dilecto, Mauricio Macri: “Precisamente el burro hablando de orejas”.

Los burros y las orejas son un tema de la alta literatura. Asnos diversos la han enriquecido como metáforas de la ignorancia.

La invectiva es la contraparte de la poética que instituyó al burro más amado; “Platero y yo”: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos”.

A la vez, Macri y el presidente Fernández se bombardearon entre sí, acusándose mutuamente de mentirosos.

El paisaje lingüístico político viene muy ornamentado por las ficciones de distinto orden. La diputada que decidió partir a Disneylandia en plena tormenta de diciembre en el país, se arrepintió de su viaje al planeta de la fantasía y, desde su atalaya junto a Mickey, el Pato Donald y los otros habitantes del parque temático de Orlando, parecía conjugar un coro arrodillado en disculpas y lamentos.

Pensó, dijo, que el año legislativo había terminado. Sin embargo, estuvo mal asesorada porque no había concluido. Así de simple. Otra vez la realidad arruina la ficción de la alcurnia en el poder.

Desde luego, esas ausencias (una de ellas estuvo justificada por el Covid) no desmerecen la presencia de todos los demás en esa sesión que redimió parcialmente al oficialismo de la derrota que lo hirió tras la desaprobación del Presupuesto.

Quizá la oposición, otra vez, midió mal, la agilidad de la coalición gobernante para ganar por penales y en el último instante.

Según el peronismo vigente y aún patente, el gorilaje no sólo es anti, sino sobre todo, inhábil para los trucos ganadores cuando se trata de confrontar. Ese antiguo alarde vernáculo que tanto premia la viveza, no ha perdido vigencia.

Pero debajo del show inapropiado para cualquier resolución positiva de los inmensos problemas que nos abisman, está precisamente el abismo que todos conocemos y que no por reiterado es menos cierto. La inflación, la cuasi desaparición de las reservas, la inseguridad manifiesta. Y el rebrote del virus. Los cerebros mágicos y vacíos de tantos burócratas con cartel que apelan a las demagogias más arcaicas, entonan un cántico oxidado: “Que el FMI nos indemnice”clamó la misma cristinista que calificó al presidente de “mequetrefe, inútil, okupa” y otros “agradables” calificativos.

La vocera presidencial evaluó como “tímida” a la autocrítica que pergeño el FMI, y el presidente consideró que era “lapidaria”.

Así, entre incoherencias, epítetos cruzados, burros, orejas, gorilas y viajes inadecuados, se va cerrando el año en el que la Argentina regresó, una vez más, a su estirpe más profunda quizás: la de las naciones fracasadas.

El fracaso es un tema esencial en este país.

No hay éxito nacional que alcance las dimensiones de los fracasos argentinos.

Es una manera de ver las cosas. Hay otra hipótesis: frente a tantos e inmensos desatinos, la sociedad se mantiene -con dificultad es cierto- en pie y contra viento y marea.

En realidad, la mitad está hundida, arañando la supervivencia mes tras mes.

El fracaso es una antigua vocación argentina.

Hay una cierta tragedia en esa superstición, en ese credo sacrificado que insiste en suponer desde el inconsciente colectivo, que el fracaso dignifica y que el éxito es una superficie engañosa, que siempre es inmerecida. Todo éxito encubría una usurpación o un crimen o una trampa. En cambio, el fracaso de vivir es el destino de las grandes naciones, según el catecismo imperante: Nicaragua, Cuba y Venezuela, entre otros.

El fracaso hipnotiza y la viveza tan ponderada es una vía regia hacia la frustración que jamás deja de estar en el alma social y en el cuerpo social.

Malogrados tantas veces, decepcionados otras tantas, derrotados, desengañados y caídos, el país se elige una y otra vez en esa postergación doliente.

“Por eso en tu total fracaso de vivir, ni el tiro del final te va a salir”.

Somos un tango lúgubre por momentos. Pero no sólo eso, hay algunas luces, cierta conciencia de que los caminos de la vida no pueden ser sólo descendentes y degradantes.

En esa encrucijada estamos.

O continuamos con la encarnizada religión del fracaso como método y como meta. O nos liberamos de esa superchería fetichista.

Ese es el desafío, para concluir con las retóricas vanas, para asumir la realidad de una vez por todas.

No es simple.

Tampoco imposible.

Fuente: Clarín