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Cuando el futuro es el pasado – Por: Joaquín Morales Solá

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DANIEL SALMORAL.- Un país que considera un bien suntuario a un celular de última generación está refugiado en el pasado. Un Gobierno que inicia una guerra con el sector más dinámico y moderno de la economía, el agropecuario, decidió renunciar al futuro. Una administración que no cree en la Justicia ni en la esencial función que cumplen los medios periodísticos es porque se abrazó a los preceptos básicos del populismo. El populismo no tiene ideologías. Tanto Donald Trump como Cristina Kirchner, o Jair Bolsonaro y Vladimir Putin, son líderes que expresan corrientes antisistema. Las normas y las tradiciones les son indiferentes. El método del populismo es muy simple: divide a la sociedad entre nosotros y ellos, y enfrenta a sus adeptos con las instituciones fundamentales de la democracia. Su programa es la nostalgia de un pasado nacionalista, supuestamente brillante y perdido. La verdad no importa. Los hechos aceptados por sus seguidores es lo único que vale. Revolviendo en las frustraciones reales de numerosos sectores sociales, que no son mayoritarios, crean legiones de fanáticos que terminan, tarde o temprano, por encender el fuego de la violencia, como sucedió el miércoles en el emblemático.

Ese es el contexto en el que el gobierno argentino hizo un veloz salto al pasado. Uno de los conflictos principales de Cristina Kirchner es con la Sociedad Rural; le gusta reeditar una batalla de hace 60 años entre Perón y la más importante organización de productores rurales. Ni ella es Perón ni los ruralistas de ahora son los de hace más de medio siglo. El campo argentino exploró la globalización antes de la globalización. Se convirtió en el más moderno del mundo. El desaliento que provocan las decisiones del gobierno de Alberto Fernández es un mal pronóstico para la inversión. Su última decisión inexplicable es la prohibición de la exportación de maíz. El país cuenta con reservas de entre 8 y 10 millones de toneladas de maíz. El mercado interno necesita solo 4 millones antes de la próxima cosecha. ¿Por qué el Gobierno frenó la exportación de entre 4 y 6 millones de toneladas de maíz? ¿Acaso influyó entre los funcionarios el lobby de los criadores de animales que se alimentan con maíz y que, con la exportación cerrada, podrían conseguir precios más baratos? Si se les pregunta a los principales dirigentes rurales, la respuesta es que sí. Las peleas locales están expulsando al país del competitivo mercado internacional de alimentos. Proveedor que no cumple es un proveedor inservible.

Mañana comenzará el primer plan de lucha de los ruralistas contra el gobierno de Alberto Fernández. Los productores rurales sospechan que el maíz no es el único objetivo del kirchnerismo. Irá luego por el trigo, la carne y también por la soja. El precio de la soja superó los 500 dólares la tonelada en el mercado de Chicago. Esos precios existieron solo en los mejores tiempos del kirchnerismo. Sin embargo, el viejo kirchnerismo convivió mansamente con los productores rurales durante cinco años, desde 2003 hasta 2008, años en los que la soja explicó casi toda la euforia económica de Néstor Kirchner. No fue magia; fue la soja. La guerra vino al final de una larga paz. Ahora la guerra empieza antes de que soplen los buenos vientos. Antes los productores rurales votaban al kirchnerismo (o lo votaron durante muchos años); ahora, le declararon la guerra al oficialismo un año después de que recuperó el poder. ¿De qué sirve regresar 12 años en la historia si el riesgo es repetir el fracaso? La única persona entusiasmada con este revival de combates y derrotas es Cristina Kirchner. No olvida ni perdona. Y Alberto Fernández hace suyos los rencores que son ajenos. Prohibiciones para exportar y prohibiciones para importar. Un país de melancólicos en un mundo de rápidos progresos en las comunicaciones e intensamente relacionado por el comercio de bienes y servicios.

También ella promueve la erosión de la Justicia. El Presidente fue más allá de lo que Cristina verbaliza cuando señaló que su intención es «meter mano en la Justicia». Ella, su familia y no pocos de sus exfuncionarios están acusados de haber robado. La autocrítica partidaria (no personal) más clara que se escuchó fue la de la exministra de Vivienda María Eugenia Bielsa:«Robamos, y eso no se hace», dijo ante militantes del peronismo. Bielsa no se fue porque no construía viviendas; se fue porque con aquel párrafo, corto y directo, echó abajo el relato de la persecución política al cristinismo. La historia de las investigaciones penales está llena de barro. La estrategia de muchos defensores de quienes son acusados de delitos es crear barro. Aceptable desde el punto de vista judicial. Inaceptable si esa estrategia se lleva a la cima del poder y se convierte en proyectos de ley para cambiar la Justicia. O en palabras hirientes y peyorativas puestas en boca del propio jefe del Ejecutivo.

El proyecto del Presidente es crear un tribunal de arbitrariedades como última instancia de la Justicia. Dice que así aligerará la carga de casos que debe resolver la Corte Suprema. Ese eventual tribunal resolverá las denuncias que se refieren a supuestas arbitrariedades cometidas en las instancias inferiores. Sería una Corte nombrada íntegramente por el actual gobierno. ¿Qué denuncia Cristina Kirchner cuando refuta sus causas de corrupción? Arbitrariedades. Un tribunal nombrado por ella para decidir sobre las denuncias de ella. «¿Por qué no la indultan directamente?», le preguntó un funcionario judicial a un dirigente moderado del oficialismo. Silencio del otro lado. Alberto Fernández no puede hacerlo. El indulto es para condenados, no para procesados. Queda la vía de la amnistía, pero debe pasar por el Congreso. ¿Cuándo un Congreso aprobó una amnistía no por razones políticas, sino por casos de corrupción? Nunca, en los países occidentales al menos.

El Presidente y su vice tienen un problema. La idea misma de ese tribunal es inconstitucional. La Constitución establece que la Corte Suprema es la máxima instancia de la Justicia en cualquiera de sus fueros. Una ley no podría crear nunca una instancia final por encima de la Corte. Peor: todos los afectados por ese supuesto tribunal de arbitrariedades recurrirían a la Corte Suprema en nombre de la propia Constitución. Cristina no tiene salida para su laberinto: su suerte se resolverá entre las cinco personas que integran la Corte Suprema. Será ahora o será después, pero será así. La pelea de la vicepresidenta con la Corte lleva ya más de siete años, desde que el máximo tribunal declaró inconstitucional en 2013 su ley de reforma judicial que pretendía politizar aún más a los jueces. Imagina el futuro con las supersticiones del pasado.Cristina Kirchner no olvida ni perdona. Y Alberto Fernández hace suyos los rencores que son ajenos. Prohibiciones para exportar y para importar

En muy pocas declaraciones públicas el Presidente calla sus críticas ofensivas a los periodistas y a los medios periodísticos. Ni hablar de lo que dice Cristina Kirchner. Alberto Fernández se ubica en las antípodas de Trump, pero eso es lo que hace Trump durante la noche y el día de su triste presidencia. La última ocurrencia del jefe del Estado fue culpar al periodismo del rebrote local de contagios del Covid-19. Lo acusó de haber promovido el relajamiento de las restricciones sociales para prevenir los contagios. Ningún medio serio dejó de consignar la necesidad de cumplir con las advertencias de las autoridades sanitarias para evitar enfermarse. Otra cosa fueron las críticas del periodismo a su gestión de la pandemia, tanto de la sanitaria como de la económica.

Para Cristina Kirchner, las denuncias contra ella y sus muchos procesamientos son obra de un periodismo que la persigue. Los periodistas son, según ella, el hecho maldito de la sociedad democrática. Para el Presidente, una nueva mala racha en la peripecia local de la pandemia es igualmente culpa del periodismo. Los dos sueñan con un mundo sin sectores sociales críticos, sin jueces y sin periodistas. El mismo mundo con el que divagan todos los populistas. Comulguen con la derecha o retocen con la izquierda.

Fuente: La Nación